Luego de la interrupción del Plan Alconafta, hecho que impidió a nuestro país desarrollar de manera temprana como lo hizo su vecino Brasil, una oferta interna sustentable de combustibles de base biológica, la Ley 26.093 –sancionada en 2006- permitió el despegue de la producción en el país de los mismos, a partir del establecimiento de un mandato de uso en mezclas con combustibles minerales, que se ejecutó efectivamente desde 2010. Los objetivos principales de esta norma, lejos estuvieron de abaratar el precio de los combustibles en surtidor, por el contrario, pasaron por la promoción de una oferta de combustibles biológicos que reduzca la huella de carbono y los efectos dañinos que sobre la salud genera la quema de combustibles minerales; la industrialización de la ruralidad, especialmente en zonas de economías regionales, con el consiguiente impacto positivo en las inversiones y en el empleo; la sustitución de importaciones de combustibles minerales, en atención a las restricciones en la disponibilidad de divisas, típicas de nuestro sector externo, como así también, a las limitaciones que presenta el parque local refinador de petróleo; coadyuvar a la desconcentración del mercado de combustibles líquidos en Argentina.
El proceso vinculado a la siembra, cuidado del cultivo, cosecha, almacenamiento y transporte de las materias primas agrícolas obtenidas susceptibles de ser industrializadas y más tarde destinadas a la producción de biocombustibles, resulta más costoso que las actividades vinculadas al upstream y midstream de petróleo. Recordemos que el petróleo ya fue producido por la naturaleza hace millones de años, mientras que las materias primas agrícolas utilizadas en la producción de biocombustibles, deben ser producidas por el hombre, empezando desde cero. Además –y esto no es menor-, el desarrollo del clúster petrolero lleva más de cien años en el país, mientras que el de los biocombustibles, se potenció en los últimos catorce años, por lo que no podríamos pretender su madurez ahora.
En atención a que los biocombustibles son limpios, en nuestro país –como ocurre mayoritariamente en otros países- están fuera del alcance de los Impuestos a los Combustibles Líquidos y el CO2. Similar tratamiento presenta ante estos impuestos el gas vehicular, a pesar de ser de origen mineral –medida acertada por cierto, porque además de ser menos contaminantes que los combustibles líquidos, ayudan a desconcentrar la oferta de éstos, en un mercado de tipo oligopólico, cuasi monopólico, donde la participación del Estado en el negocio, medida ésta en forma global, es significativamente minoritaria-. Mirado desde otro punto de vista, esas decisiones están en línea con los preceptos establecidos por los artículos 41 y 42 de la Constitución Nacional –en este último caso, con relación a la defensa de la competencia-.
Por el contrario, los combustibles minerales están gravados por aquellos impuestos específicos, salvo el fuel oil con relación al Impuesto a los Combustibles Líquidos y una cuota anual de gasoil importado para generación eléctrica en ambos tributos, por los daños al ambiente y a la salud pública que generan los mismos. Esa diferencia de encuadre tributario impacta positivamente en el consumidor, para restituir la competitividad relativa de los biocombustibles frente a los combustibles minerales que complementan o sustituyen. Los precios de estos últimos no incluyen todos los costos sociales asociados a su uso y por lo tanto, son artificialmente bajos.
Los importantes profesionales que defienden el paradigma de los combustibles minerales, al tiempo que atacan a los biocombustibles, se olvidan de mencionar las desgravaciones que gozan el gas vehicular, la del gasoil importado para generación eléctrica y la del fuel oil –en este caso parcial-, más allá de si son necesarias o no. Además, eluden referirse a los subsidios y su respectivo costo fiscal que habitualmente se otorgan a los hidrocarburos, como el relacionado al vigente Plan Gas. Este es un fuerte indicio de la parcialidad con que envían sus mensajes a la opinión pública.
Desde enero de 2010 hasta fin del año pasado –antes que se celebraran los acuerdos entre la Secretaría de Energía y los productores de biocombustibles, que generaron la emisión de tres resoluciones específicas a principio del presente año por parte de ese organismo-, el precio de la nafta había subido cerca de 70 % y el del gasoil había subido cerca de un 60 % más con relación a la suba de precios del bioetanol y biodiesel respectivamente. Este retraso de precios, ponía al segmento de la industria de biocombustibles que abastece al mercado interno, al borde de su extinción.
En promedio, a lo largo de ese período y gracias al efecto de las desgravaciones impositivas antes comentadas, los biocombustibles no resultaron más caros que los combustibles minerales que complementaron –aun tomando los precios de éstos sin agregar su costo social-. Y los precios se hacen más favorables a los biocombustibles, si computamos el muy excesivo plazo de pago que habitualmente toman los refinadores de petróleo para pagar aquéllos, en un contexto de alta inflación e inestabilidad cambiaria.
Lamentablemente, los que opinan en contrario, hacen cuentas parciales, en muchos casos tomando como base de comparación, los precios de los combustibles más baratos del país, que se registran en CABA y por ende, no computan los precios promedios ponderados en todo el país, con excepción de la Patagonia. Incluso, hasta en algunos casos no ponderan el efecto que generan los precios de los combustibles premium, como si los ingresos de los refinadores de petróleo en la materia, no incluyeran a estos últimos combustibles.
Buena parte de los refinadores de petróleo y de sus asesores, soslayan los problemas que generan los productos que aquéllos ofertan y buscan que el Estado grave a los biocombustibles, como si correspondiera a éstos soportar esa tributación.
Por otra parte, ellos apuntan al costo de oportunidad que pierde el Fisco Nacional por no recaudar derechos de exportación, dado que se destinan commodities agrícolas exportables, a su industrialización como biocombustibles. Esta pretensión es equivalente a exigir que todos los combustibles que consumimos los argentinos se importen y al mismo tiempo, se exporte el petróleo crudo que se procesa para su obtención, con el fin que el Estado Nacional recaude derechos de exportación. O que toda la carne que consumimos en el país se importe, para que el maíz y sorgo utilizado en su producción se exporte y permita al Estado Nacional obtener recursos por dichos tributos. Sin dudas, se trata de un planteo que atenta contra la industrialización del país y que injustamente pone a los biocombustibles en desigualdad de condiciones frente a los combustibles minerales.
Incluso, no se puede soslayar que en los recurrentes presupuestos de la Nación, solo se incluyen como gastos tributarios, las desgravaciones ante los impuestos específicos que gravan a los combustibles minerales, y no al referido costo de oportunidad.
Determinar un costo fiscal del Programa Nacional de Biocombustibles computando una pérdida por la no recaudación por Impuestos a los Combustibles Líquidos y CO2 asociada al uso local de biocombustibles, cuando dichos tributos fueron creados para castigar la contaminación ambiental y los efectos que sobre la salud genera la utilización de combustibles minerales, como así también el costo de oportunidad de los derechos de exportación de las commodities agrícolas no exportadas y transformadas internamente en biocombustibles, sin tomar en cuenta al mismo tiempo, los costos sociales que generan los referidos combustibles minerales, resulta muy parcial y definitivamente sesgado a favor del mantenimiento del viejo paradigma energético.
Esto es más delicado aún, toda vez que a través de cuatro leyes nacionales, nuestro
país asumió fuertes compromisos vinculados a la mitigación de los efectos del cambio climático, obligaciones irreversibles, a saber:
a. Ley Nº 24.295 de 1993, por la que se aprobó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.
b. Ley N° 25.438 de 2001 por la que se aprobó el Protocolo de Kyoto de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, celebrado en 1997 y
convertido en Tratado Internacional el 16 de febrero de 2005.
c. Ley N° 27.270 de 2016, por la que se aprobó el Acuerdo de París celebrado en el Marco de la XXI Cumbre de Cambio Climático en diciembre de 2015 y ratificado en la sede de la
ONU en abril de 2016.
d. Ley N° 27.520 de 2019 por la que se establecieron los Presupuestos Mínimos de
Adaptación y Mitigación al Cambio Climático
Sostener que debido a que la evolución de la economía de la cadena de valor de los hidrocarburos
en el país ha cambiado significativamente desde la sanción de la Ley 26.093 y ahora la oferta potencial que puede venir de él, es más que suficiente para atender la demanda de combustibles en el mercado interno a precios competitivos –sentencia que es como mínimo discutible por la incertidumbre vinculada a la real competitividad de los yacimientos no convencionales incorporados a la producción-, no siendo necesario su complementación con biocombustibles, representa instalar una visión economicista, que soslaya el costo social asociado al uso de combustibles de origen mineral, como lo hemos expresado antes. Además, no toma en cuenta que el país sigue siendo estructuralmente importador de combustibles líquidos, hecho que se potenciaría significativamente si eliminamos el aporte que realizan los biocombustibles para la complementación del abastecimiento en el citado mercado, que sin dudas, implica una fuerte sustitución de importaciones de aquéllos.
Por otra parte, los refinadores de petróleo y sus representantes más importantes, critican la falta de eficiencia en la producción local de biocombustibles –además de confundir a la opinión pública instalando muchas falsedades o verdades a medias, sobre problemas de calidad generalizados y otros vinculados a los mismos-, entre otras cuestiones, por una supuesta falta de competencia entre los agentes económicos productores de los referidos combustibles biológicos.
Ello es contradictorio, porque quienes hacen esa crítica, operan en un mercado altamente concentrado, que del lado de la demanda local de biocombustibles, constituye un oligopsonio, casi monopsonio. Por otra parte, en cumplimiento del mandato de corte establecido por la Ley 26.093, cerca de cincuenta empresas le venden a seis o siete refinadoras de petróleo y/o mezcladoras, de las cuales tres de ellas, representan el noventa por ciento de la demanda. Instalar un régimen de competencia ingenua entre los productores de biocombustibles, llevará a una importante reestructuración y a la concentración de sus productores.
La participación del maíz y del aceite de soja en la estructura de precios del bioetanol de maíz y del biodiesel, es del orden de entre 65 y del 85 %, al tiempo que los productores de biocombustibles acceden en condiciones de libre mercado, al igual que lo hacen con otros insumos importantes, como el metanol, enzimas y productos químicos varios. Por lo que son muy pocos los grados de libertad que realmente existen para bajar los precios en relación a los derivados de la aplicación de las fórmulas polinómicas de costos vinculantes, que dispuso la Secretaría de Energía, sin incurrir en dúmping.
Objetar los porcentajes obligatorios en Argentina -12 % para bioetanol en las naftas y 10 % para biodiesel en el gasoil- no es recomendable, toda vez que los combustibles a sustituir han sido declarados cancerígenos, en especial, el gasoil de origen mineral, como comentamos antes.
Además, se debe tomar debida nota respecto que se establecerán paulatinas limitaciones para el uso de combustibles minerales, como ya ocurre en los casos de Reino Unido y de California –EEUU-, estados que prohibirán el uso de gasoil y nafta a partir de 2030 y de 2035 respectivamente.
En los principales países del mundo, los umbrales de corte son dinámicos y los registros actuales, muy rápido darán lugar a otros más altos, como en el caso de China e India, por ejemplo.
Por otra parte, en aquellos países que tienen abundante suministro de materias primas agrícolas de producción nacional –como el caso de Brasil-, los porcentajes de mezclas son en general más altos que en el resto de países.
Es así que el caso argentino en la materia, lejos está de ser considerado como un exceso en materia de fijación de mandatos de uso de biocombustibles.
Desde el punto de vista ambiental, comparar las contribuciones totales que generan los biocombustibles –de acuerdo los porcentajes obligatorios de mezcla vigentes en el país- con el total de emisiones registradas en nuestro territorio, es engañoso, ya que no se puede cargar a dichos combustibles biológicos, la responsabilidad de actuar más allá del transporte. De acuerdo a información derivada de rigurosos estudios realizados por reconocido experto Ing. Jorge Hilbert –funcionario del INTA-, los biocombustibles dentro del país reducen más de un 70 % en promedio, la huella de carbono cuando la misma se compara con los combustibles minerales que sustituyen; y además, si bien es cierto que aquella relación entre contribuciones de emisiones de los biocombustibles y contribuciones totales, es del 1,2 %, la misma alcanza al 9,71 % cuando la medición se realiza con relación al total de emisiones del transporte por carretera.
El proceso de inversiones en biocombustibles y subproductos –con los que comienzan nuevas cadenas de valor, caso de la alco y oleoquímica, o de la burlanda-, es muy sostenido en el mundo e insoslayable –más allá de la interrupción que generó la pandemia, en este y otros rubros-. El mismo incluye hasta la reconversión de viejas destilerías de petróleo para la producción de combustibles renovables, como el green diésel, HVO, etc.
Respecto del falso dilema “alimentos vs. energía”, hay que tomar en cuenta que la alta incidencia del precio de los derivados hidrocarburíferos en el costo de los cultivos y su gran volatilidad, al igual que las variaciones climáticas y la operación de los fondos especulativos, representan causas de enorme peso en la evolución del precio de las materias primas agrícolas. Al mismo tiempo, la participación del precio de éstas, en el precio final de los alimentos es muy baja, como ocurre en nuestro país con la participación del costo del trigo en el precio promedio de los productos panificados. La competencia por el uso del suelo que generó el advenimiento de los biocombustibles es muy baja. Por todo lo expuesto, no es correcto asociar la denominada “agflación”, a la irrupción de los biocombustibles, como sostener que el problema de acceso de millones de consumidores a los alimentos, se genera por culpa de los biocombustibles.
Hay que destacar al mismo tiempo que Argentina cuenta con grandes praderas de clima templado, aptas para el desarrollo de cultivos extensivos con uso de siembra directa y de paquetes tecnológicos que facilitan las prácticas agrícolas sostenibles, las que a la postre aseguran reducciones en la huella de carbono del bioetanol y del biodiesel, superiores al 70 %. Esta realidad, por ejemplo, es muy diferente a la problemática vinculada al crecimiento de la producción de aceite de palma en Indonesia y Malasia.
La adopción masiva de la movilidad eléctrica requiere el cambio de todo lo que hoy tenemos, tanto en materia de infraestructura logística y de transporte, como en cuanto a los vehículos. Ello demandará enormes inversiones de difícil concreción, mientras los gases efecto invernadero necesarios para llevar adelante el referido proceso, son de gran magnitud también.
No es cierto que en el mundo se hayan redireccionado las políticas públicas en contra del uso de los biocombustibles.
En la transición energética, no caben dudas que los biocombustibles representan la mejor solución y por ello el mundo los sigue respaldando con inusual fuerza.
Tanto la discusión acerca de la prórroga o no del régimen de biocombustibles en Argentina, como la eventual sanción de una nueva ley posterior, debe considerar por todo lo expuesto aquí, entre otros aspectos, una dimensión ambiental y otra en materia de salud. Sería éticamente objetable, en estas condiciones privilegiar el uso de productos cancerígenos como lo son la nafta y el gasoil –este último, más significativamente-.
(*) Director Ejecutivo de la Asociación Argentina de Biocombustibles e Hidrógeno
Fuente: EconoJournal