En el año 2020 la Argentina recorrerá el quinto año consecutivo de caída en el consumo per cápita de energía, cada argentino terminará consumiendo en promedio un 17% menos de energía que en el año 2015. La explicación para este fenómeno no reside en los mayores índices de eficiencia energética, como puede estar sucediendo en algunos países europeos, sino más bien está ligado al fuerte bajón en el nivel de actividad económica en general y al aumento relativo del precio local de la energía.
Estos niveles de consumo energético son propios de un proceso de deterioro económico sostenido, profundizado por la pandemia, que son incompatibles con cualquier economía que pretenda recuperar una senda de crecimiento. Por caso, para contar con un consumo privado de bienes y servicios en expansión y una industria que utilice alrededor del 80% de su capacidad instalada (lejos del 42% de abril o del 56% previo a la pandemia), la Argentina requerirá necesariamente expandir su consumo energético y, en una situación de fuerte déficit de divisas, obligatoriamente ensanchar su producción de fuentes primarias de energía.
Si bien la Argentina podría aumentar todas y cada una de sus alternativas energéticas, es importante distinguir que el despacho fluido gas natural es central para alimentar la máquina productiva y de consumo nacional. Casi la mitad del consumo energético argentino (49,4%) está soportado por el gas natural. La participación del gas en el matriz energética de la Argentina es una de las más elevadas del mundo (solo superada por casos puntuales tal como el hub gasífero de Trinidad y Tobago,y por Rusia y la Comunidad de Estados Independientes y algunos países de medio oriente). Para que la Argentina crezca hay que aumentar la producción de energía, y esto implica necesariamente motorizar la producción gasífera.
La producción de gas venía creciendo a un promedio del 6% interanual, con fuertes picos a mediados de 2019, principalmente como consecuencia de la maduración de las inversiones que aumentaron la producción del gas no convencional, y terminaron más que compensando el sostenido declive de la extracción convencional.
Los cambios en los precios relativos, el carácter menos transable internacionalmente que el petróleo por lo menos hasta que haya infraestructura exportadora, una demanda doméstica que no crecía con fuerza y la inestabilidad política, ajustaron hacia abajo las inversiones en nuevos pozos gasíferos no convencionales y terminaron repercutiendo en la producción sobre el final de 2019 y los primeros meses del 2020. La pandemia profundizó la caída al extremo y en mayo de 2020 la producción de gas tuvo su cuarta caída mensual interanual consecutiva.
Para que la economía retome un sendero de crecimiento necesitará producir más energía, y específicamente gas, si pretende eludir déficits comerciales externos que son inafrontables para la realidad y perspectiva macroeconómica devaluada de la Argentina.
Por ahora están fuera de alcance mega proyectos de licuefacción de gas orientados a la exportación. La meta ya es mucho más terrenal y consiste en asegurar el suministro de gas para la población y la industria local, en volúmenes razonables y a precios accesibles, para mejorar la calidad de vida de la gente y la competitividad de la economía, sin destrozar (aún más) las cuentas fiscales. Cada día que se pierde sin retomar fracturas en no convencionales o invirtiendo en aprovechar los recursos convencionales existentes, condiciona el futuro cercano de la oferta de gas y le impone una restricción adicional a la perspectiva de la maltrecha economía argentina.
La producción del gas no convencional requiere de un proceso continuo de inversión y de reinversión, a diferencia de otros recursos en los cuales la inversión grande se hace al principio y por única vez. La discontinuidad de este proceso inversor conlleva la inmediata declinación productiva.
El interés público pasa hoy por evitar el corte absoluto del proceso de inversión (en parte lamentablemente consumado), para evitar la destrucción de valor, de empresas y de habilidades, que harían más largo y tortuoso el periplo hasta la recuperación.
La reinstalación de estímulos para la producción de gas (convencional y no convencional), de forma temporal, son un mal necesario que inteligente y limitadamente asignados pueden contener la agonía en el corto plazo. Y si finalmente se van a otorgar, es mejor que se concreten lo antes posible.
Por otra parte, las circunstancias locales e internacionales apuntan a que YPF debe liderar con más potencia que nunca esta etapa de normalización.
Un esquema de apoyo para el sector debe incluir condiciones. Entre ellas, demarcar objetivos de inversión y nuevas metas de competitividad. No hay motivo para que un sector que recibe subsidios estatales, paga sueldos de argentinos, contrata servicios abrumadoramente nacionales y está enfocado en satisfacer necesidades energéticas domésticas, tenga remuneraciones a los factores de la producción que se encuentran en el extremo de la pirámide de ingresos y se comparan con estándares internacionales que curiosamente se establecen en países ricos. Las provincias productoras deberían contribuir a mejorar la competitividad del sector.
Hoy, la política pública para el sector debe ser de corto plazo (después de todo ningún plan de mediano y largo plazo podría ser creíble en el contexto social y macroeconómico actual) e inmediata. Hay que esperar (ojalá no mucho) para el plan estratégico 2030 o 2040.
Fuente: Prensa Energetica - Argentina