La semana pasada, durante una hermosa mañana primaveral, me detuve en una esquina en las afueras del oeste de Tokio. Cientos de metros en ambas direcciones, la calle se veía llena de rostros ansiosos y excitados.

El emperador Akihito en su traje de ceremonia, en 1990.
EL DEBER

Luego, casi sin previo aviso, una gran limusina negra con motocicletas a ambos lados se acercó por un puente. Cuando el auto pasó, pudimos ver por unos breves momentos al emperador Akihito y a la emperatriz Michiko, inclinados en sus asientos y saludando. Poco después de una ola de aplausos y un hondeo de banderas de plástico por parte de la multitud, ambos se habían marchado.

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